libro-1: Capítulo 0 de 52

Prólogo: Fragmentos de un Mundo Roto

El cielo era una herida abierta, sangrando colores imposibles que ningún amanecer o crepúsculo había osado pintar jamás. Rojo bilioso, verde ponzoñoso, un púrpura tan profundo que parecía absorber la propia esperanza. Esquirlas de realidad rota caían como lluvia de vidrio, cada una reflejando un instante de agonía diferente: una torre que se desmoronaba en polvo silencioso, un grito ahogado por una ola de energía oscura, el brillo efímero de un escudo de luz antes de ser pulverizado.

El aire olía a ozono, a piedra quemada y a una desesperación tan densa que se adhería a la garganta. El suelo temblaba, no con la furia honesta de un terremoto, sino con los espasmos agónicos de un mundo moribundo. La propia trama de la existencia se deshacía, hilo a hilo, bajo la tensión de dos voluntades titánicas enfrentadas.

«¿Por qué, hermano? ¿Por qué llevarlo tan lejos?» La pregunta no fue hablada, sino sentida, un eco psíquico que vibraba a través del caos. Era una voz teñida de una tristeza infinita, la tristeza de quien ve lo inevitable y aun así no puede dejar de luchar.

Una risa cortante, afilada como obsidiana, respondió. «¿Lejos? Hermana, esto es solo el principio. El verdadero poder no conoce límites, solo apetitos.»

Fragmentos. Visiones. Un rostro pálido, enmarcado por cabellos como la noche, con ojos que ardían con la luz febril de un sol negro. Manos esqueléticas tejían gestos intrincados, arrancando energía de la propia estructura del tiempo, retorciéndola en formas antinaturales. Necromancia. Crono-distorsiones. Hechizos que susurraban promesas de poder eterno a cambio de la cordura, del alma, del futuro. Las Artes Prohibidas, desatadas en toda su gloria blasfema.

Otro rostro, espejo y antítesis del primero. Ojos como estrellas atrapadas en amatista, reflejando una determinación forjada en el crisol del dolor. De sus manos extendidas fluía una luz dorada, pura, un torrente de rectitud que se alzaba contra la marea de corrupción. Magia de la Luz, llevada a sus extremos, no para crear, sino para preservar, para proteger lo poco que quedaba.

«¡Esto es una locura, Kael! ¡Destruirás todo lo que alguna vez amamos!» La voz de Lyria, aunque resonaba con poder arcano, temblaba con una angustia muy humana. Su forma brillaba, un faro solitario en la tempestad de sombras.

«¡Amor! ¡Una debilidad que nos encadenó durante eones!» Kael flotaba en el epicentro de un vórtice de energías oscuras. Su silueta se distorsionaba, a veces pareciendo más grande que una montaña, otras encogiéndose hasta ser un punto de oscuridad devoradora. «Yo ofrezco liberación, hermana. Un universo rehecho a nuestra imagen, sin las cadenas de una moralidad impuesta.»

Continentes enteros se convulsionaban. Ciudades que habían tardado milenios en construirse, monumentos a la sabiduría y la belleza, eran borradas de la existencia en un parpadeo. El mar hervía, lanzando columnas de vapor que se mezclaban con el humo de las ruinas. Los pocos Dragones de Cristal que aún surcaban los cielos desgarrados eran como motas de polvo en un huracán, sus lamentos telepáticos perdidos en la cacofonía de la destrucción. Algunos, en su desesperación, habían tomado partido, sus alientos elementales añadiendo más caos al pandemonio.

Un destello. Lyria, con lágrimas incandescentes surcando su rostro, canalizaba el poder de soles distantes. Un escudo de proporciones inimaginables se materializó, intentando proteger un enclave de supervivientes aterrorizados, apenas visibles entre las ruinas humeantes de lo que una vez fue Aethelgard, la capital flotante, ahora un amasijo de escombros precipitándose hacia el vacío.

Kael sonrió, una mueca que no llegaba a sus ojos febriles. «Noble. Inútil.» Con un gesto displicente, una hebra de tiempo robado se enroscó alrededor del escudo. El oro puro de la magia de Lyria chisporroteó, se oscureció, comenzó a agrietarse como porcelana antigua.

«No puedes protegerlos a todos. Nunca pudiste.» El susurro de Kael era veneno en su mente.

«Pero puedo proteger la esperanza de que algo sobreviva a tu demencia.»

La visión cambió. Un recuerdo, quizás, o una premonición. Dos niños jugando entre árboles ancestrales, sus risas mezclándose con el susurro del viento. Uno con cabellos oscuros como la medianoche, el otro con mechones que atrapaban la luz del sol. Una promesa infantil, hecha bajo las estrellas. «Siempre juntos, Lyria.» «Siempre, Kael.»

El dolor de esa memoria perdida fue una puñalada más certera que cualquier hechizo.

La confrontación final. No en un campo de batalla reconocible, sino en un nexo de realidades fracturadas, un lienzo donde las leyes de la física eran meras sugerencias. Lyria y Kael, dos singularidades de poder arcano, sus auras crepitando, distorsionando el espacio a su alrededor.

«¡Ríndete, hermana! Únete a mí. Juntos, seremos dioses.» La voz de Kael era seductora, una melodía oscura que prometía el universo.

«Prefiero el olvido a tu tiranía.» La respuesta de Lyria fue firme, aunque cada palabra parecía costarle una parte de su ser. Su luz comenzaba a flaquear, no por falta de poder, sino por la comprensión de lo que debía hacer. El sacrificio. La única respuesta posible ante una corrupción tan absoluta.

Canalizó todo lo que era, todo lo que había sido, todo lo que podría haber sido. No solo su poder, sino su esencia, sus recuerdos, su amor por un mundo que se desvanecía. Su cuerpo se convirtió en un sol en miniatura, una nova de energía pura y desesperada.

«¡No! ¡Lyria, no te atrevas!» Por primera vez, una emoción distinta a la arrogancia o la furia cruzó el rostro de Kael. ¿Miedo? ¿Arrepentimiento? Demasiado tarde.

La luz de Lyria explotó hacia afuera, no como un ataque, sino como una ofrenda. No buscaba destruir a Kael, sino contenerlo, neutralizar la ponzoña de las Artes Prohibidas que él había desatado. Era un acto de amor último y terrible.

La energía de Kael, oscura y devoradora, chocó con la luz purificadora. El impacto fue más allá del sonido, más allá de la comprensión. El tejido del espacio-tiempo, ya tenso hasta el límite, se rasgó.

Una grieta. Al principio pequeña, como un cabello en un espejo. Luego se expandió, ramificándose, una telaraña de fracturas que se extendía a través de la nada que quedaba. El tiempo mismo se astilló.

Kael gritó, un sonido inhumano, mientras era arrastrado hacia una de las fauces más oscuras de la realidad desgarrada, una dimensión de sombras y ecos fríos. Su poder, inmenso como era, no pudo evitarlo. O quizás, en ese último instante, una chispa de lo que fue lo hizo dudar.

Lyria… su forma física se disolvió en la luz. Su último pensamiento consciente fue una plegaria a los Dragones de Cristal, a cualquier poder benigno que aún escuchara: «Que algo perdure. Que la esperanza no muera del todo.»

El mundo, o lo que quedaba de él, se sumió en un silencio antinatural. La luz imposible del cielo se desvaneció, dejando solo una oscuridad preñada de ecos. Los fragmentos de realidad rota dejaron de caer. El temblor cesó.

Pero el tiempo… el tiempo estaba roto.

En las Montañas de la Niebla, los pocos Dragones de Cristal supervivientes sintieron el sacrificio. Con sus últimas fuerzas, tejieron un capullo de magia dracónica, atrapando la esencia dispersa de Lyria, una chispa de su alma, antes de que se extinguiera por completo. La preservaron, un secreto guardado en el corazón de la piedra y el hielo, esperando un futuro incierto.

El mundo mágico, tal como se conocía, había colapsado. Noventa por ciento de su población, aniquilada. Conocimiento perdido. Ciudades convertidas en leyendas susurradas.

Solo quedaron fragmentos. Ecos de una guerra demasiado terrible para ser recordada por completo.

Y la promesa silenciosa de un despertar.

Un nuevo calendario comenzaría. Año Cero. La Era de la Reconstrucción.

Pero eso, también, era una historia para otro tiempo. Por ahora, solo el silencio roto y la pregunta suspendida en el vacío: ¿Qué nace de tanta destrucción?

El Prólogo había terminado. La saga apenas comenzaba a susurrar su nombre.